Por: Enrique Serna
La mística guerrera del imperio azteca y la severidad de sus leyes contra los homosexuales parecerían indicar que en aquel tiempo corría peligro de muerte cualquier travesti que osara talonear en la calle. Abundan, sin embargo, los testimonios de que esas leyes eran letra muerta, o se aplicaban con una manga tan ancha que permitía, por ejemplo, la participación de travestis en fiestas religiosas como la de Xochiquétzal, donde salían a bailar junto con las prostitutas. Por si fuera poco, los mariposones vendían placer en el tianguis de Tlatelolco, tolerados por los inspectores, tal vez porque algunos tlatoanis figuraban entre sus clientes. Alfredo López Austin consideraba muy probable que Moctezuma II haya sido bisexual. Quizá heredó esa inclinación de su ancestro Axayácatl, protagonista de una deliciosa escena picaresca al inicio de su reinado, cuando acudió a rendirle pleitesía una delegación de danzantes, músicos y cantores de Chalco. El cronista del incidente, Domingo Chimalpahin, refirió un acto heroico realizado en esa ocasión por una loca con garbo.
Chalco había sido una potencia militar importante en el valle de México, pero cayó en desgracia al entrar en pugna con el imperio azteca, de modo que la troupe llegada a Tenochtitlan para entretener al tlatoani representaba a un pueblo sojuzgado, en busca de pequeños espacios de autonomía. En vez de implorar clemencia al tlatoani por medio de una misión diplomática, los nobles de Chalco emplearon un recurso más audaz: escenificar un poema atrevido y juguetón, salpicado de metáforas erótico-militares, cuya protagonista se ofrecía al tlatoani, retándolo a demostrar su hombría en el petate, como si Chalco en persona le abriera las piernas. Compuesto por Aquiauhtzin de Ayapanco, el “Canto de las mujeres de Chalco” fue interpretado por Quecholcóhuatl, un talentoso divo con un timbre de voz femenino, que apareció en escena disfrazado de mujer fácil.
No cualquiera podía llamar la atención de Axayácatl, un melómano exigente a quien todos los grupos musicales del imperio ofrecían ese tipo de espectáculos. A menudo los oía desde sus aposentos, sin dignarse salir al patio mayor del palacio, donde los visitantes entonaban sus loas. Pero esta vez, cautivado por la cálida voz de Quecholcóhuatl, salió a bailar en medio del coro. Estimulado por su aparición, el cantante se le arrimó entonando versos procaces: “He venido a dar placer a mi vulva florida,/ mira el poema de mis pechos (…)/¿No harás travesuras con tus enemigos de guerra?/ Ven a entregar aquí la flor del escudo/, alégrate, que tu gusano se yerga”. En otras circunstancias, un atrevimiento como ése pudo costarle la vida. Pero Axayácatl, fascinado por su belleza andrógina, no sólo agradeció el recital con espléndidos regalos, sino que llevó a Quecholcóhuatl a presentarlo con sus concubinas y les dijo, entre burlas y veras: “Mujeres, levántense a conocer a su nuevo rival”. El cantante se quedó a vivir en el palacio una larga temporada y gracias a su intimidad con el rey logró aligerar el yugo que pesaba sobre su pueblo. Hermoso ejemplo de patriotismo para los jóvenes del mañana.
Hay una oscura coincidencia entre esta seducción dancística y la escena cumbre de El lugar sin límites, donde la Manuela, un travesti vestido de manola que anima la variedad de un tugurio pueblerino (actuación que le valió un Ariel a Roberto Cobo), seduce en la pista de baile a Pancho, un torvo galán interpretado por Gonzalo Vega. En la gran película de Arturo Ripstein basada en la novela de José Donoso, que ahora se puede ver en la plataforma Mubi, las atmósferas opresivas anuncian desde el comienzo que esa aventura no puede terminar bien. Como si cayera en un trance hipnótico, Pancho contempla al travesti con embeleso y sucumbe a la tentación de besarlo en la boca. Émulo de Quecholcóhuatl, la Manuela también defiende una causa noble porque sale a dar su show cuando Pancho está maltratando físicamente a su hija, la Japonesita, pero el efecto de encantamiento que había logrado con su danza cautivadora se rompe abruptamente cuando Octavio, el compañero de juerga de Pancho, interpretado por Julián Pastor, lo reprende con dureza: “Orale, cuñado, no sea maricón usted también”. El martirio de la Manuela, perseguida por las calles del pueblo y asesinada a golpes, ejemplifica los estragos de la moral judeocristiana en el orgullo viril. Si Pancho hubiera sido tlatoani, quizá su cuñado lo hubiera aplaudido por soltarse el pelo, pero en el México de mediados del siglo XX, donde transcurre la acción, la honra mancillada del macho tenía que lavarse con sangre. La civilización, en este caso, retrocedió en sentido contrario al liberalismo de los mexicas, más tolerantes con las flaquezas humanas y los caprichos de la libido.
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